miércoles, 5 de mayo de 2010

Lo que me dio miedo a mí

16 comentarios:

  1. hala chicos.!me pareció buenisimo el trabajo de Andrés, ya que es veradad que cada persona tiene una pequeña historia para contar y esta bueno escucharlas.

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  2. “Persecución”

    Es curiosa, inusual, si uno se pone a pensarlo, la tranquilidad de apoyar la espalda contra la pared, de saber que no hay nada más que una sólida y segura capa de cemento en ese mundo que jamás podremos ver con nuestros propios ojos llamado detrás.
    El señor y la señora Mannheimer habían ido al teatro, y sin la más mínima consideración por su único retoño Máximo, de siete años, decidieron ir a cenar terminada la función. “Está Lily en casa”, dijo la Sra. Mannheimer calmando a su marido y a ella misma. “Y Max está grande”. Es fácil despreocuparse cuando no hay nada de lo cual preocuparse. La falla fundamental está en esa suposición adulta de que no hay peligros verdaderos en otro mundo que no sea el real, que basta con una prueba empírica para demostrar las teorías. ¿Quién dice que se necesita algo concreto para preocuparse? No hay mayores peligros que los que acechan nuestro interior y nuestra capacidad de imaginación.
    Si alguien sabía de imaginación era Max. En estos momentos, se encontraba en la oficina de su padre, jugando a un juego en la computadora. Lily, a pesar de que trabajaba en la casa desde que él tenía tres años y de que le tenía mucho cariño, se había ido a acostar en un acto inconsciente de egoísmo. La luz prendida, la música del juego y la concentración y empeño que Max invertía en construir su ciudad digitalizada imaginaria, pensando en dónde viviría cada uno de sus amigos y quién la gobernaría, lo mantenían ocupado, desvelado y contento. No se había enterado de que Lily se había ido a dormir ni era consciente del horario (por más inteligente que era para un niño de siete años, no sabía leer el reloj de agujas que colgaba en la pared opuesta).
    Los Mannheimer vivían en esa gran casa de estilo Tudor hacía ya cinco años. Plagada de entrepisos, escalones, puertas y armarios, era un amplio reino de ambientes amplios y semi-oscuros, ambientada por ruidos de puertas rechinantes y electrodomésticos suspirando. Sus amplias ventanas la iluminaban de día, pero la luz de la luna no era lo suficientemente potente como para atravesar los frondosos árboles del jardín por la noche; solo alcanzaba para crear dudosas sombras en las paredes y techos altos. La calefacción no bastaba y el ruido del viento galvanizando los árboles, incrementaban la satisfacción de meterse en la cama y sentirse seguro.
    Pero Max estaba muy lejos de su cama, a cuatro pisos para ser más precisos. La oficina, junto a la sala de juegos, se encontraba en la planta baja de la casa, mientras que las habitaciones de Max y de sus padres estaban en el último piso.
    Tras los primeros bostezos y extendidos pestañeos, Max apagó la computadora. Una luz menos. El cese de los suspiros de la máquina y de la música del juego dejaban los oídos al desnudo para percibir la más mínima perturbación en la calma. Se paró, haciendo rechinar el piso de madera, y caminó hacia la puerta. Casi sin pensarlo, apagó la luz.
    En ese instante en el que lo envolvió la oscuridad, todos los espíritus se posaron sobre él. Sintió a los ladrones y a los vampiros respirarle desde atrás en el cuello, y a todos los insectos imaginables treparle por la espalda sin tocarlo. Cual sacudida anti-mosca, intentó esparcir el ahogamiento por su cuerpo, pero se concentraba en su pecho y su garganta. Menos de un segundo después de haber ingresado en este mundo, emprendió la carrera para dejarlo atrás.

    (Sigue, pero no me permitía más de 4096 caracteres...)

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  3. Con una velocidad que jamás igualaría, corrió por la sala de juegos sin mirar atrás (porque era ahí donde estaban todos). El ladrón encapuchado lo seguía de muy cerca sin importar lo rápido que corriera, aunque sin lograr alcanzarlo jamás. Subió las escaleras de caracol, y el ruido del metal creaba un eco que indicaba la presencia del persecutor. Atravesaron la cocina y subieron otra escalera. Con terror, el perseguido miró hacia atrás sin dejar de correr, sin saber si el objetivo de esta retrospectiva era intimidar a su acosador o implorar piedad. Pero no lo encontraba, sabía que siempre estaría entre su espalda y su remera, oprimiéndole el pecho, ahogando su respiración, tirándolo hacia atrás más y más lejos de la calma de su habitación. Pero el niño tenía que correr igual, no podía rendirse, debía llegar sano y salvo a su recámara infantil y segura. Pasó por el pasillo y subió la escalera de madera de a dos escalones, sin frenar jamás. Frenar sería perder el impulso y caer en el vacío que lo chupaba desde la retaguardia, para no volver a jugar en la computadora o ver a su mamá nunca más. Tras casi tropezarse en uno de los últimos escalones, con la respiración agitada y el pulso acelerado, corriéndole la sangre por todo el cuerpo desesperadamente, llegó al vestíbulo superior. El tropiezo hizo amagar al monstruo un intento de agarrarle el tobillo a su presa, pero no lo logró. Corrió los últimos metros sin aire pero con la mente en la meta, en la zona de confort, en el interruptor que logró prender recién en un segundo intento.
    La luz, la maravillosa calma de estar al tanto de la situación, de tener control de su alrededor. Pero ahí estaba, seguía tan cerca como antes. La luz no bastaba, se necesitarían ruidos, voces que ahuyentaran a ese mundo de maldades y penumbras que le acariciaba la espalda. Se lanzó sobre el control remoto, lo agarró con fuerza, se posó sobre la pared, encendió el televisor y respiró. Se acostó sobre su cama, recuperando todavía lentamente el aire invertido en la carrera, y relajó la espalda y la mente, mirando dibujos animados y dejando que otros usaran su imaginación por él para fines más alegres. Quizás otra sacudida anti-moscas ayudara a liberar los escalofríos… ahora sí.
    El Sr. y la Sra. Mannheimer, aún ignorando el peligro en el que habían puesto a su hijo al dejarlo solo con su imaginación y sus eternas escaleras, lo observaron dormir cuando volvieron de cenar. Lo sintieron seguro, y su ternura les dio la seguridad necesaria para ir a su habitación, apagar las luces, y adentrarse en un sueño conciliador.

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  4. Muy buena historia! bien relatada y muy interesante. Ojala podamos leer los trabajos de todos para poder mejorarlos individualmente. Saludos!

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  5. "La operación"

    La anestesia comenzó a hacerle efecto. Una sensación de somnolencia lo invadió de inmediato y, para pasar el tiempo, investigó en su mente el origen de su miedo. No era capaz de entender por qué le tenía tanto espanto al quirófano. No recordaba haber tenido una experiencia traumática en su niñez y, sin embargo, todo su cuerpo se inquietaba ante la sola mención de cirugías y procedimientos quirúrgicos. Amigos y familia se burlaban de él, y algo de razón tenían. Es que ni él mismo se podía entender, sólo sabía que no le auguraba nada bueno.
    Contra su voluntad, se decidió ese día lluvioso a consultar por un dolor abdominal que lo aquejaba desde hacía varios días. Evasivo en sus respuestas, el cirujano le pronosticó un cuadro de apendicitis agudo que requería ser tratado inmediatamente. El paciente, aterrado, trató por todos los medios de eludir la operación, pero el doctor insistió. El hospital, lúgubre y sombrío, ahuyentaba hasta al más valiente y garantizaba la posibilidad de caerse a pedazos de un momento a otro. Un par de salitas precarias e inestables, que constituían gran parte de las instalaciones del edificio, parecían levantarse contra su voluntad en aquel tétrico lugar. El ambiente emanaba desconfianza; ninguna persona que se considerara mínimamente cuerda recurriría a ese lugar para sanar su aflicción. El grupo de cirujanos, con una sonrisa triunfante, preparaba el papelerío legal. Lo tumbaron en una camilla, instrumento que parecía llevarlo directo al más allá, y así entraron en la sala de operaciones.
    El escenario que se le presentaba ante sus ojos acobardaba hasta al más valiente.
    El jefe encargado de la cirugía, un hombre de unos cincuenta años con una deformidad en el labio superior, daba instrucciones en voz baja al resto de sus colegas y, tan despacio como era posible, introducía los guantes de látex en sus brazos tupidos de vello. El anestesista y las instrumentadoras agitaban con orgullo sus jeringas y reían entre ellos a carcajadas. Afuera, una tempestad despedía relámpagos que impactaban contra el ventanal de la sala. Paciente y cirujano se miraron durante un segundo a los ojos y a continuación le colocaron la mascarilla que lo sumergiría en un profundo sueño, pero algo salió mal.
    (Continúa)

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  6. ¿Por qué el hombre seguía escuchando el vocerío de los cirujanos? Pasaban los minutos y las voces no se acallaban. El paciente comenzó a respirar entrecortadamente. Estaba asustado. Discernía claramente una conversación entre ellos: hablaban de abastecer al mercado y grandes sumas de dinero, pero como utilizaban una jerga propia el paciente no pudo entenderlo en ese momento. Quería gritarles que todavía seguía despierto, que la anestesia no había surgido efecto, que no comenzaran, pero no lograba articular palabra alguna. De repente comprendió la farsa en la que se hallaba inmerso, pero deseó no haberlo hecho. Todas las piezas del rompecabezas encajaron. No era más que un nuevo engranaje en el gran negocio de órganos. Se le heló la sangre. Estaba perdido, no había nada que pudiera hacer para evitar la fatalidad. Percibió que los latidos de su corazón se aceleraban, como si éste quisiera salirse de su cuerpo e huir.
    En ese momento sintió un dolor punzante que le atravesó el alma. Un dolor incomparable, como si cien automóviles le pasaran por encima. El sufrimiento absoluto, que se divertía ante el calvario, se apoderó de él y aprovechó su momento de gloria. Su vida pendía de un delgado hilo que se desgastaría hasta quebrarse en cuestión de minutos. Todo su ser transitaba las brasas y llamas del mismo infierno. Los servidores de Lucifer estaban cumpliendo sus órdenes al pie de la letra Una vez, dos veces. La incisión había sido realizada y él continuaba despierto. Emitió un grito silencioso, un sonido que sólo él podía escuchar. Se encontraba petrificado en esa cama mientras que ellos jugaban con su vida logrando su cometido. Ya todo había acabado, su fobia lo había consumido. Intuyó que su existencia en ese mundo había concluido y para despedirse de sus asesinos lanzó un conjunto de lágrimas que le bañaron el rostro lívido, ya sin vida.

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  7. "¿Quién se esconde en tu placard?"

    Sofía acababa de cumplir 16 años y tenía el pelo tan corto que fácilmente la podían confundir con un varón. No era muy popular en el colegio, pero tenía un grupo de cinco mejores amigas que la acompañaban siempre. Pasaban todo el día juntas y una vez por semana se turnaban para ir todas a dormir a la casa de una. Físicamente eran muy distintas, pero tan amigas a la vez. Inés era alta y flaca como un escarbadientes; le encantaba el rock pesado. María era la más simpática, siempre estaba con una sonrisa en la cara. Paula tenía ojos azules y el pelo tan rubio que por momentos parecía blanco; era la chica más linda de todo el colegio. Rosario era baja y chiquita, era muy inteligente y siempre caminaba con un libro bajo el brazo.
    El martes de la semana siguiente era el turno de Sofía. Ella adoraba a sus amigas y al ser hija única eran como sus hermanas; pero se sentía un poco incómoda cada vez que iban a dormir a su casa. Sofía debía cerrar las puertas de su placard con llave ya que si no lo hacía, no se podía dormir, y cada vez que sus amigas venían se la escondían o le hacían bromas con ella. Todas las veces era igual: Sofía buscaba la llave por toda la casa, mientras les arrojaba los almohadones del living. La búsqueda concluía cuando sus amigas se cansaban y se la devolvían (por lo general, luego de una hora y media). Al final siempre se reían todas a carcajadas al ver el desorden de la casa.
    La mamá de Sofía pensaba que cerraba las puertas del placard por lo ordenada que era y nunca le preguntó por qué lo hacía realmente. Sofía, por otro lado, nunca había hablado de su miedo con nadie. María, que era su mejor amiga desde que tenían un año, era la más madura del grupo. Con ella, Sofía sentía que podía hablar de cualquier cosa, que le daría la seriedad correspondiente a cada tema, por lo que varias veces intentó explicarle el motivo de lo que todas pensaban que era su “manía”. Luego de varios intentos, Sofía pudo finalmente expresar con palabras lo que sentía por las noches.
    Desde muy chiquita pensaba que había un hombre dentro del placard que salía por las noches en busca de niñas. Cuando tenía ocho años creyó sentirlo abrazándola, tocándola y arrastrándola por todo el cuarto, aunque no podía afirmar con certeza si era real o si había sido sólo una pesadilla. A partir de ese día cierra las puertas para asegurarse que no vuelva a salir nunca más. Sin embargo Sofía todavía podía escuchar los ruidos de ese hombre, que rasguñaba las puertas por dentro y la llamaba en voz baja. “Sofía” decía, nada más. Y eso era más que suficiente para que no pueda dormir en toda la noche. Sofía se levantaba todos los días y lo primero que hacía era abrir el placard buscando rastros del hombre, marcas de sus uñas con las que la atormentaba por las noches, pero nunca pudo encontrar nada. Las noches que por fin lograba conciliar el sueño, lo hacía tapada hasta la cabeza, como si las sábanas fueran un manto protector contra todos los males. Debía, además, dormir mirando para el lado contrario del placard, con el miedo de que si lo miraba pudiera ver sus ojos a través del espacio mínimo que había entre las dos puertas. Nunca se lo llegó a confesar a María, pero la razón por la que tenía el pelo tan corto era para confundir al hombre; para que creyera que era un varón y no le hiciera nada.

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  8. Llegó el martes a la noche, y lo primero que hizo María fue pedirles a sus amigas que no la molestaran a Sofía con la llave. Les dijo que tenía que hablar con ellas de algo muy importante y que necesitaba que le prestaran la debida atención. Sacó de su mochila cinco linternas y se las repartió una a cada una. Luego les explicó lo que le estaba sucediendo a Sofía mientras la abrazaba de costado. Todas permanecieron en silencio y escucharon atentamente cada palabra del relato. Cuando terminó de contarles lo que le quitaba el sueño a Sofía, María les dijo que tenía un plan. Cada una debía acostarse, y cuando apagaran la luz esperarían veinte minutos. Luego se pararían todas frente al placard y con las linternas lo iluminarían. María sería la encargada de abrir repentinamente las puertas y así le mostrarían a Sofía que no debía tener miedo, que era todo una pesadilla.
    Pasados los veinte minutos, las cinco amigas se pararon frente al placard y a la cuenta de tres María abrió las puertas. De repente un hombre bajo, flaco y de aproximadamente cuarenta años salió del placard. Pegó un grito y las empujó a todas para atrás, tirando sus linternas al piso. Paula quiso correr a la perilla de la luz, pero no la encontraba. Se escucharon golpes y corridas por un minuto. Quizás el minuto más largo de sus vidas. La pequeña mesa de luz que tenía Sofía se cayó al piso rompiendo la lámpara que había sobre ella y un portarretrato con la foto de las cinco amigas. Todas gritaban sin parar, sin encontrar ayuda, ni saber qué hacer. Hasta que de repente Inés prendió la luz. No había nadie más en el cuarto. No había ningún hombre y los únicos ruidos que se escuchaban en la casa eran los pasos de la mamá de Sofía que estaba subiendo, yendo a su cuarto mientras gritaba “¿Qué pasa ahí? ¿Están todas bien?”. La mamá entró al cuarto y las vio a las cinco paradas temblando, señalando al placard como si un monstruo se encontrara allí. Sus blancas y pesadas puertas se encontraban cerradas. Debió haber sido aquél hombre que las cerró antes de escapar. La mamá de Sofía abrió el placard y descubrió un agujero en la pared del costado derecho, una especie de túnel, de tamaño pequeño, por lo que un hombre demasiado corpulento no cabría allí. Al lado de éste, había una lámina blanca, que serviría para tapar el agujero y que nadie se diera cuenta. En la corrida, el hombre debió haberla dejado para no perder tiempo colocándola. El túnel parecía tan largo, que debía llegar hasta la casa vecina.
    Inmediatamente, la mamá de Sofía llamó a la policía y al cabo de diez minutos dos oficiales se presentaron en la puerta. Al descubrir lo que había pasado llamaron a otra patrulla más. Mientras tanto, les tomaron declaración a cada una de las chicas, y Sofía por primera vez le contó a su mamá todo lo que había pasado. Uno de los oficiales permaneció en la casa con ellas, mientras que el otro fue a averiguar a la casa contigua. La familia que vivía al lado, tenía una hija un año más chica que Sofía, llamada Josefina, además de un varón de 19 años. Cuando hablaron con Josefina, confesó que ella también tenía pesadillas por las noches y que una vez un hombre había abusado de ella, y estaba segura de que no había sido un sueño. Josefina nunca había dicho nada por miedo a que el hombre se enojara y lo volviera a hacer. Éste le había dicho que no tenía que decir nada, que si se portaba bien, él iba a ser bueno con ella.
    Cuando abrieron el placard observaron que éste también tenía una lámina, la quitaron y encontraron el agujero que llevaba a un túnel, que continuaba incluso mucho más allá de lo que imaginaban. Al llegar la segunda patrulla, el más pequeño de todos los policías, se metió en el túnel, que terminaba en la plaza que daba al lado de la casa de Josefina. Hacía años que el hombre se metía por allí desde esa plaza todas las noches, y nunca se habían dado cuenta, de que existía de verdad.

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  9. Al día siguiente, Sofía se mudó con su mamá a otro barrio, bastante lejos de allí. Siguió yendo al colegio con sus amigas y ahora todas se sentían más grandes. Aquel suceso hizo que se unieran más aún e incluso ellas se sentían más maduras. El sólo hecho de pensar lo que había sufrido Sofía hizo que cuidaran de ella, estando siempre pendientes de lo que le pasara. Sofía comenzó a ir al psicólogo y al cabo de un tiempo ya se sentía mucho mejor. Había dejado de tener miedo por las noches e incluso prometió dejarse el pelo largo, que tanto le gustaba. No volvió a saber más nada de aquel hombre que tanto la había perturbado. La policía nunca lo encontró, a pesar de que tenía una imagen de cómo era físicamente gracias a las descripciones de todas las chicas. Algunos rumores dicen que lo vieron en el aeropuerto al día siguiente de que lo descubrieran. Otros, dicen que murió atropellado. Aunque nunca pudieron reconocer el cuerpo, la altura y peso aproximado coincidían. Y otros, dicen que algunas noches ven a un hombre excavando un túnel en una plaza, al lado de una casa, esperando poder aprovecharse de otras chicas.



    Ma. Mercedes Fumagalli

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  10. Una frágil baba de diablo


    Siempre vuelvo a salir de aquí dentro, una y otra vez. Pudieron ser semejantes pero nunca idénticas las veces en que me asomé para vivir allá afuera. Y cada vez que pronuncio la palabra “siempre” me siento misteriosamente amenazado. Ahora ya no, esta vez no, es por eso que lo tengo en cuenta. ¿Será acaso que esta palabra morirá conmigo? ¿“Siempre” dejara de existir cuando yo lo haga? ¿O ella nunca muere y es su fantasma de vida quien intimida y asusta a tantos inocentes como yo?
    Yo no sé que me ha pasado esta vez que no pude predecir la tormenta. ¡Y qué brutalidad! Esta sensación sí que me trae recuerdos. Como aquella en vez que un humano, pero de esos de tamaño más pequeño, que lloran tanto, se ríen, corren y caen al suelo, me sujetó con su mano, que por cierto no era mucho más grande que yo, me metió en su boca y me masticó una sola vez. ¡Menos mal que esta valva es robusta! Con la fragilidad que siento aquí dentro, no hubiera vivido ni un segundo más si la hubiese partido. Y ya no sería siempre, ya no sería esta ráfaga de viento constante, o aquel pájaro que parece que nunca aterrizará. Por suerte eso no pasó. Me escupió, pero sí que temí por mi vida. Solo es un recuerdo pasajero de tantos anocheceres y crepúsculos babeados por mi paso, buscando algún hueso para roer, alguna planta que fortalezca mi caparazón o metiéndome aquí para defenderme de algún sapo o escarabajo. Tantas cosas pasan en este momento por mi mente que soy incapaz de registrar todas. Sin embargo ¿Cómo se iban a escapar de mi memoria las veces en que me vi desconcertado, todavía en esa dimensión que no es ni sueño ni realidad, sudado, tembloroso y a gritos por un mal sueño, de esos que me enfrentan con el fin? Siempre tuve la duda que si no llegara a despertar a tiempo, es decir, antes de llegar al fin, no hubiera despertado jamás. Siempre hubo sueños que me acosaron, y a pesar de despertarme, me seguían respirando por detrás, tocando con intimidación y suavidad mi viscosa piel. ¿Por qué entre tantos recuerdos solo soy capaz en este momento de rememorar los que me causaron pánico y terror?

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  11. Ahora miro a aquellos humanos. Son jóvenes, y el mismo chaparrón que me tiene aquí atrapado ya los empapó. Sus rostros, sus pieles, sus ropas, sus cabellos, todo mojado. Aún sonríen. Ahora ya no. Yo tampoco. Del cielo ya no caen sólo amables y divertidas gotas, estas son piedras. Duele y mucho. Mientras tanto aquellos se pelean entre abrazos por quien proteger al otro y no pueden ser vistos ni ayudados por nadie, excepto por mí. Siento que mis más temidas pesadillas se conspiran para tocarme mientras yo no quiero sentir, hablarme al oído cuando yo intento no escuchar nada. La tormenta aún empeora, los pastos se sacuden con violencia de un lado al otro, puedo sentir el grito malévolo del viento, esa voz áspera y gris, como la noche, que ya no es pasiva para un indefenso como yo. Mi valva ya no es lo suficientemente robusta, y me asusta. Ya está rota, el granizo todavía es mayor. Puedo ver con mis últimos ojos a la pareja debajo de una tabla de metal, ahora besándose, luchando por seguir siendo algo constante, como el viento, como siempre. Y es cuando se reducen todos mis miedos a este fin. ¡Qué delicadeza la que nos sostiene!¡Qué fragilidad la de mi interior, si lo que mantiene firme esta imagen no es más fuerte que una baba de diablo! Ya me tiembla la voz, es demasiado el aguacero, el bombardeo del cielo ya cesó, o tal vez así lo siento yo, tal vez el pájaro está planeando para bajar a tierra. Ya no alcanzo ver a los jóvenes, ya siento caer este conjuro. Y no es un sueño, y si lo es, ya no me levantaré antes del fin, de este caracol.

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  12. Todo sueño de la nada

    Anoche tuve la misma pesadilla de siempre: nuevamente me hallé en medio de la nada, pero verdadera nada, un sinfín de negro interminable, sin formas ni siluetas, sin color, sin olores, sin sonido. Se trataba de la ausencia absoluta y yo en oposición a ella. Tiemblo con solo recordarlo: toda vez que me encuentro en ese anti-mundo onírico, empiezo a correr desesperado de un lado a otro, buscando cualquier tipo de existencia. Pero todo esfuerzo es inútil.
    El tiempo es mi torturador, porque no corre. La conciencia de que estoy viviendo un sueño es mi única arma contra la locura por lo que intento recostarme para acelerar el despertar. Pero no puedo dilucidar si son minutos o años los que permanezco tendido y lo único que consigo es desesperarme aún más. Caminar en la nada es tan solo reafirmar la angustia de la soledad, por lo que no me sirve para combatir mis demonios.
    La nada es un monstruo mucho más poderoso que cualquier imaginación. Su aliada más terrorífica es la soledad. Esta dama ha sometido a hombres generación tras generación: ¿cuántas historias populares corren entre las lenguas acerca de caballeros que enloquecieron por los tormentos de esta paradójica compañera? No hay inconsciente que se salve, tarde o temprano todos reconocemos los horrores de no tener a nadie en este mundo. La nada avanza un paso más allá de la soledad: la ausencia de contacto humano se convierte en la ausencia absoluta. De esta manera pongo en tela de juicio mi propia existencia, la duda cartesiana adquiere una fuerza mayor, fuerza motorizada por la angustia del vacío. ¿Alcanza con pensar para existir? ¿Sirve pensar cuando nada existe?
    ¿De dónde vienen estas reflexiones? Me asombra la respuesta: el indagar sobre mis miedos surgió justamente durante mi pesadilla. Tendido en esa nada absoluta, durante unos segundos o quizá unos lustros, llegué a esas conclusiones. Un escalofrío recorre mi espalda: ¿Cómo puedo recordar esto con lujo de detalle? ¿Cuánto de esto es realmente un sueño? ¿Qué diferencia hay entre la nada absoluta y la muerte? Le pregunto a mi mente, mi única compañera, y aunque sé que jamás tendrá la respuesta, insisto en interrogarla. Comprendo así a los locos: hablar conmigo mismo es mi única opción, pues nadie puede entenderme.
    Por fin me libera el despertar, con sudor frío en mi frente. Tardo unos instantes en serenarme, respiro profundo y recobro mis cabales. Más un dejo de vacío se aloja en un rincón de mi corazón: mi mente había sucumbido a la locura a causa de un sueño. ¿Cómo puede afirmar entonces que mis visiones nocturnas son irreales si afectan mi vida en forma tan atroz?
    Cada nueva pregunta es un nuevo soplo que hiela mi pecho. Durante el día simplemente intento escapar a estos interrogantes que tanto me acosan, por la fuerza de la represión. Pero hay un terreno en el que estas preguntas me acorralan sin salida: mis sueños. Mis noches se convierten así en un callejón intransitable en el que me adentro sin brújula ni guía alguna, tan sólo la esperanza de seguir despertando.

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  13. El secuestro

    La más profunda de las oscuridades era interrumpida tan solo por el resplandor de una vela a punto de consumirse. La inmensidad de la habitación no se podía descifrar, salvo por la corriente de viento helado que me acechaba. Me encontraba desnudo y no podía moverme. Me dolía la cabeza y sentía un líquido que caía de allí muy lentamente, probablemente me habían golpeado y me sangraba.
    Tenía miedo, mucho miedo. Me asustaba no saber que era lo que estaba a mi alrededor. Me asustaba la posibilidad de estar en un lugar desconocido. Me asustaba no saber cómo había llegado ahí. Me asustaba no saber qué era lo que me iba a pasar. Finalmente pasó lo peor que me hubiera imaginado: se consumió por completo la vela. En ese momento sí, definitivamente, estaba a la deriva. Mi cuerpo y mi alma estaban a la merced de cualquiera que quisiera hacerse con ellos.
    Con el correr de las horas descubrí más dolores en el cuerpo, los brazos, las piernas y la espalda estaban entumecidos por estar parado y atado tanto tiempo. El frío me congelaba la sangre y, de repente, negro. No recuerdo nada más.
    Me desperté otra vez desnudo y atado, pero esta vez en un lugar con una luz tenue. Estaba sentado en una silla de madera y mimbre a la que le habían cortado el asiento. Pude ver mi cuerpo, lastimado y con quemaduras importantes, pero no tenía recuerdos de donde provenían dichas heridas. Por fin vi a un hombre. Era la primera vez que lo veía, pero lo sentía familiar. Era bajo, encorvado y con cicatrices por toda la cara. Tenía la sensación de no haber visto a una persona en mucho tiempo. No lo recordaba con exactitud. Por fin me habló:
    –¿Vas a confesar de una vez por todas? –me dijo.
    A lo que yo le conteste: –Perdón pero no se de qué me habla señor. No se quién es usted, ni que hago yo acá.
    –Así que no vas a hablar…– Dijo con un tono macabro y pensativo. Se acercó hacia un carrete de aluminio que tenía a un costado y agarró un soplete. Me amordazó, lo prendió y sin vacilar me lo acercó al estómago. Mi única reacción fue un grito ahogado y una sensación de dolor incomparable con ninguna otra que haya vivido antes. De repente, negro.
    No estoy seguro de si fui drogado como parte de la tortura, pero esto es lo único que puedo recordar. No sé cuándo, ni cómo me escapé de ese galpón, pero aparecí tendido en una ruta desierta. Para mi fortuna un camionero me vio y me llevó hasta su casa desde donde escribo estas líneas. Todavía no sé de qué me culpaban ni quién era mi captor. Pero lo que sí tengo claro es que esto no va a quedar así…

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  14. Miedos encerrados
    ¿Una vida monótona? Tal vez. Pero a Eduardo no le preocupaba. Entre sus placeres cotidianos se encontraba la lectura, los paseos por la calle Florida, hamacar a su hija sin percatarse del paso del tiempo. Sonreír, mirar, oler. Disfrutar de los aromas que la vida le ofrecía a cada paso, del aire fresco en las mañanas, del aire caluroso en las tardes, del aire. De los colores, las imágenes, las miradas, sobre todo de la mirada de su hija, una criatura tan pequeña pero tan capaz de cambiar todo por completo. Despertarse con los rayos de luz que se escabullían por la persiana de su dormitorio. Admirarse con la lluvia, el sol, la nieve. El sabor de su plato favorito. La música era otro de sus grandes motores, cuántas tardes fueron testigo del placer que le provocaba el hecho de aquietarse, cerrar sus ojos, y simplemente escuchar. Transportarse quizás a otro tiempo, a otro espacio. Poco había quedado del anterior Eduardo, un hombre que había sido incapaz de valorar los verdaderos placeres de la vida, esos detalles tan pequeños y a la vez tan grandes que marcan la diferencia. Pero pensaba que en todo caso, el tiempo no estaba a su favor, y que la rutina lo sometía a una carrera incasable por alcanzar quién sabe qué cosa. Su única certeza era que sin trabajar no podría ganar dinero, y sin él no podría sobrevivir. El cambio radical en su persona se dio luego de haber tenido que enfrentar una pesadilla impensada. Un hecho increíble asociado a un miedo que lo paralizaba, pero que todavía no había enfrentado por completo. Todos sabemos que la vida da lugar a infinitas situaciones pero él no esperaba toparse con esto.
    Era una mañana sumamente fría, de esas en que el viento helado contrae todos los músculos del cuerpo. Eduardo Valente se dirigía con cierto apuro al aeropuerto, planeaba visitar a su madre luego de tres años de distancia. No le agradaba demasiado la idea de apartarse de su pequeña, pero venía postergando el viaje desde hacía ya tiempo. Todo ocurrió en cuestión de minutos.
    Abrió sus ojos con dificultad. El lugar en el que se hallaba no le era familiar. Paredes oscuras, manchadas aparentemente no sólo por el paso de los años, sino también con un color rojizo que parecía ser sangre. Se vio recostado en una cama, mejor dicho, sobre un colchón poco mullido, desgastado y mugriento. El aire era denso y apenas se asomaba un hilo de luz. Al intentar moverse pudo sentir un dolor fuerte en su estómago, como si hubiese recibido una golpiza. No comprendía ni recordaba cómo había terminado allí. Giró su cabeza y observó que a su alrededor yacían otras personas. Se volteó sobre su eje, siempre recostado, y finalmente reconoció dónde se encontraba. En un minuto su mundo se deshizo, como la aparición de una avalancha, un alud, que avanza arrastrando todo lo que encuentra a su paso. El calabozo era supervisado por dos oficiales de sexo femenino que se reían a carcajadas de conversaciones privadas. Decidió, procurando mantener la calma, arrimarse hacia las rejas y exigir una explicación. Pero no pudo con su furia y comenzó a gritar. En un tono burlesco y soberbio, una de las oficiales, lo obligó a callarse ordenándole que no la fastidiara. Sus extremidades estaban tiesas, pero su mente no se detenía. El solo hecho de pensarse encerrado en una celda lo hacía sudar de manera descontrolada. Rápidamente comenzó a agitarse, sentía que se asfixiaba y la aceleración de sus latidos se iba haciendo cada vez mayor. Lo invadía una sensación desesperada por querer salir, por ver la luz, por respirar un poco de aire limpio. El encierro, la imposibilidad de respirar con normalidad, le provocaban pánico. Quería correr, moverse. Su mente fue invadida velozmente por innumerables preguntas; ¿cuánto tiempo permanecería allí?, ¿cómo podría sobrevivir al encierro que tanto lo atemorizaba?,¿por qué debía padecer esta privación de su libertad?

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  15. Miedo a no salir, a no ser libre de nuevo, a no ver más a nadie, a no poder continuar con su vida apresado en este aislamiento injusto pero real. A lo único que lo condujeron estas preguntas fue a una desesperación cada vez más descontrolada, intentó banalmente gritar, ser escuchado. En su interior sabía que sus posibilidades de tener éxito eran nulas. Tenía la sensación de estar en medio de un desierto pidiendo auxilio, y que nadie pudiera oír su voz. Lloró durante largas horas, implorando que el tiempo pasara lo más ligeramente posible. Luego de un llanto ininterrumpido logró dormitarse, pero se despertó atolondradamente cuando un compañero de celda lo sacudió por orden de la oficial, finalmente lo llamaban para ponerlo al tanto de su situación. Con solo pensar que saldría aunque sea por un rato, de ese cubículo estrecho y húmedo plagado de personas que le eran desconocidas y a quienes temía, sintió un alivio momentáneo. Al fin alguien iba a darle una explicación. El subcomisario Achával le relató sus circunstancias de manera sintética: había una persona con su mismo documento que era acusada por tráfico de armas. Sensatamente le aclaró luego, que la pena por este delito podía extenderse de tres a seis años de prisión y que debía buscar con urgencia un abogado que se ocupara de su defensa.

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  16. Eduardo asintió con su cabeza silenciosamente pero internamente quería gritar. Quedó inmóvil, impactado. No podía creer lo que sucedía, que un hombre de bien sea inculpado de un delito que jamás sería capaz de cometer, que una persona totalmente normal esté siendo sometida a un encierro peligroso. No sabía a quién recurrir. Obtener una respuesta rápida es un sueño que un preso nunca espera concretar.
    Su permanencia en la cárcel fue un verdadero infierno. Su pánico al encierro permanente se sumaba a la incertidumbre, a la angustia, a la desesperación, a la impotencia. Le dolía su presente, pero más daño le producía pensar en su futuro. Los días eran interminables, la imposibilidad de saber la hora le generaba un nerviosismo incesante. La mugre, las comidas repugnantes, la oscuridad permanente se le hacían intolerantes. Por las noches no podía conciliar el sueño, temía ser herido por un compañero de celda en algún ataque inesperado de locura. Dentro del calabozo, nadie se salva, eso lo sabía, la violencia era cosa de todos los días. Constantemente sentía que el aire iba a acabarse, que en cuestión de minutos perdería la conciencia. Todos sus sentidos se vieron imposibilitados. Parecía que sentir estaba prohibido. No era el miedo a la cárcel en sí lo que lo invalidaba, sino el terror de perder su libertad. ¿Y si jamás volvía a ver la luz del día? ¿y su hija? ¿qué sería de ella sin él? ¿y si era puesto en libertad y luego apresado nuevamente por error? La provocaba ira el hecho de que le estén quitando su vida y frente a sus ojos. Evidentemente no debía pensar. Sólo le restaba esperar, esperar a que el destino hiciera su propia justicia.
    Así transcurrieron varias semanas de tortura, lógicamente en la cárcel se pierde la noción del tiempo y para él fueron prácticamente meses. Apenas si podía comer o moverse. Aún tenía terror a la convivencia con los presos, y no superaba la reclusión obligatoria en la celda, no era extraño que sufriera frecuentemente ataques nerviosos provocados por su fobia. Justo en el momento en el que parecía que iba a desfallecer de agonía, se le comunicó que un abogado, entre unos cuantos consultados, había aceptado defender su caso. Valente fue a su encuentro sin saber cuál sería el resultado final.
    ¿Una vida monótona? Tal vez. Pero a Eduardo no le preocupaba. Entre sus placeres cotidianos se encontraría la lectura, los paseos por la calle Florida, hamacar a su hija sin percatarse del paso del tiempo. Sonreír, mirar, oler. Disfrutar de los aromas que la vida le ofrecía a cada paso, del aire fresco en las mañanas, del aire caluroso en las tardes, del aire. De los colores, las imágenes, las miradas, sobre todo de la mirada de su hija, una criatura tan pequeña pero tan capaz de cambiar todo por completo. Una vida que debía esperarlo por algún tiempo más.

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